Francisco se negó a acostarse en la habitación de Rubén, lo que dejó a este sin opciones. Tuvo que instalarle el suero en el cuarto de huéspedes.
—Doctor, ¿estará bien después de esta bolsa? —le preguntó a su médico privado.
—Sí, estará bien. Por suerte, no llegó a un punto irreversible. Con descanso, se recuperará.
—Gracias, doctor.
—Es mi deber. Y que no coma mariscos ni nada crudo.
—Entendido.
—Bueno, señor Alarcón, me retiro.
—Que le vaya bien.
El médico se fue. El silencio volvió a apoderarse de la habitación, una tensión incómoda se sentía en el aire.
—¿Por qué? —La voz de Francisco rompió el silencio.
Rubén sintió una opresión en el pecho.
—Apenas nos conocíamos. ¿Por qué tuviste que hacerme algo así? —Su voz sonaba hueca, lejana. Si sus padres, que estaban en Estados Unidos, se enteraran de esto, se morirían de la pena.
—Francisco…
—Por favor, llámame señor Solís. No tenemos tanta confianza. —dijo con una dureza que lastimaba.
—Admito que lo que te hice estuvo mal. Lo siento. —