Bianca caminaba por las calles de Ámsterdam envuelta en una larga gabardina. Llevaba una semana en aquella ciudad cautivadora y reconfortante. Hacía mucho que no pensaba en nadie más; de pronto, sintió como si nunca hubiera sufrido, como si todo lo que había ocurrido le hubiera pasado a otra persona. El dolor de su pasado se sentía lejano, casi ajeno.
Muchas noches soñaba con la gente que había dejado atrás: su papá, su mamá, su hermana y su cuñado. También aparecían Efraín y Francisco. Se dio cuenta de que aquellas personas a las que intentaba olvidar durante el día se colaban en sus sueños sin que pudiera evitarlo.
Pensaba mucho en ellos dos, en su matrimonio fallido y en su deseo de escapar. Recordaba la soledad que sintió en el altar, el momento en que Efraín la cargó en brazos, la preocupación en su mirada y la solidez de su pecho.
—¿Bianca?
La voz repentina la sacó de sus pensamientos en aquel país extraño. Se giró, desconcertada, y vio a un hombre y una mujer frente a ella. Los