Cuando regresaron al hospital, Nina ya estaba despierta. Estaba sentada en la cama, abrazando sus rodillas, con un aire tan frágil y desolado que provocaba un profundo sentimiento de ternura. La gruesa capa de sombra de ojos apenas lograba ocultar una madurez forzada que no correspondía a su edad.
—Nina, ya despertaste.
Inés corrió hacia la cama con preocupación.
—¿Fueron a buscarlo? —preguntó Nina, levantando la vista hacia Efraín. Su voz era un susurro, sin rastro de enojo o alegría.
—Sí. Inés y yo fuimos a verlo.
—¡Nina, yo lo llevé! No tienes idea de lo asombroso que estuvo Efraín —dijo Inés con entusiasmo exagerado.
La expresión de Nina no cambió. Se movió para bajarse de la cama, pero Efraín, mostrando su preocupación, la detuvo.
—¿Qué haces?
—No se metan. Ya lo saben, ¿no? Saben que soy una cualquiera que destruye familias. ¿Ya se rieron lo suficiente de mí? —sollozó.
—No nos estamos riendo. Y no eres ninguna cualquiera. Eres una chica muy buena —afirmó Efraín.
Nina lo miró fij