Sin embargo, cuando la noche caía y dejaban a sus hijas al cuidado de las runas de protección en la carpa real, después de cumplir con sus labores de vigilancia, se entregaban a la otra fuerza que los dominaba: el deseo irrefrenable que sentían el uno por el otro. En la intimidad de sus aposentos, lejos de miradas indiscretas, la máscara de la líder y el guerrero se desvanecía.
Horus admiraba cada centímetro de ella. Su mirada recorría el rostro blanco como la porcelana de Hespéride, un lienzo sobre el que las elegantes marcas púrpuras de su linaje se dibujaban como constelaciones únicas. Sus labios, carnosos y de un púrpura intenso, lo hipnotizaban. Para él, esa belleza arcana y poderosa no era solo para contemplarla; despertaba en él un impulso primal de poseerla, de reafirmar su unión con cada contacto.
Esas noches comenzaban con una ceremonia silenciosa. Horus la atraía hacia sí y sus labios encontraban los de ella en besos que eran a la vez promesa y posesión. De allí, su boca de