Aquella ternura contrastaba con lo que aguardaba más allá de los muros. Los monitores de cristal mostraban las rutas donde las tropas del emperador perseguían a Némesis. Atlas había jurado aplastar cualquier chispa de rebelión, y en Domvarg, el antiguo reino de Thalyra; su presencia se sentía como un yugo. Ese territorio, rebautizado con un nombre que escupía desprecio sobre su pasado, se había convertido en símbolo de la opresión imperial.
Horus y Hespéride compartían las guardias frente a los cristales. El brillo de las imágenes proyectaba sombras en sus rostros. Ella, con su cabello oscuro bajo el disfraz, mantenía la espalda recta, los ojos fijos en cada detalle. Él, con la mirada plateada, analizaba movimientos, calculaba distancias y reconocía debilidades. Entre ambos surgía una compenetración silenciosa, como si su respiración y su concentración marcharan al mismo ritmo.
En paralelo, el comandante Calren Vorast recorría los pasillos reuniendo a los oficiales. Sus cicatrices par