El vientre de Hespéride se había vuelto redondo y prominente, un templo de vida contenido en la fragilidad de la carne. Sin embargo, ella, siendo una bruja poderosa, jamás perdió la firmeza de su porte. Sus pasos seguían siendo gráciles, sus palabras serenas, sus ojos oscuros de día, púrpuras en la intimidad, seguían guardando aquella fuerza antigua que recordaba a los astros. Aun así, en los últimos días el cansancio se le notaba: su respiración se hacía pesada al caminar, sus manos reposaban instintivamente sobre su barriga como si acariciara a las hijas que esperaban por nacer.
El día del parto llegó con un cielo encapotado. Los vientos golpeaban la ciudadela como heraldos de un misterio. En la cámara alta de la mansión secreta, preparada con telas negras y velas encendidas, Hespéride aguardaba recostada en el lecho.
Horus no se apartaba de ella ni un instante. Estaban nada más ellos dos, como los cómplices, amantes y aliados que eran.
Entonces ocurrió. Un resplandor brotó del vien