La noche estaba en calma, el viento entraba por las rendijas de la carpa y refrescaba sus cuerpos. Ambos yacían recostados, entrelazados, con el silencio como único testigo de lo que compartían. Fue entonces cuando Hespéride, con una serenidad que parecía ocultar la tormenta que llevaba dentro, susurró:
—En los meses siguientes, puedo ocultar mi vientre.
Horus se quedó quieto, observándola de perfil, midiendo el peso de esas palabras. Sabía bien lo que significaban. Una doncella del príncipe con un embarazo fuera del matrimonio era un hecho inaudito, una afrenta para la tradición y la nobleza. El honor de ella quedaría mancillado, su reputación hecha cenizas ante los ojos de la corte y de la ciudadela. Pero también sabía que a Hespéride esas cadenas no le importaban: había sobrevivido a la eternidad, al poder y a la traición y jamás se había sometido a leyes humanas.
Aun así, para él era distinto. Ambos pertenecían a la realeza. Lo que estaba en juego no era solo la percepción de los