Y ella, lejos de enfrentarse, aceptaba, porque en el fondo comprendía que detrás de esa severidad había un cuidado profundo. Horus no toleraba verla agotarse. La acompañaba a cada paso, le llevaba agua fresca, le ofrecía fruta en las mañanas, se aseguraba de que descansara al menos unas horas, aunque el resto del mundo ardiera afuera.
Los dos comenzaron a verse con una intensidad distinta. No era solo la atracción de noches pasadas, ni la complicidad silenciosa de quienes habían compartido batallas. Era algo más: un vínculo que se estaba tejiendo entre sus cuerpos y espíritus, sellado por las vidas que ahora los unían. Cada mirada sostenida entre ellos era un universo. Cada roce de dedos al entregarle una copa de vino, al ayudarla a ponerse el manto, era una chispa que los mantenía encendidos.
Fue durante esa etapa que Hespéride descubrió algo inesperado en sí misma. Su embarazo, lejos de marchitarla o doblegarla, despertó en ella un deseo profundo, una necesidad ardiente de Horus. Er