La madrugada terminó por extinguir la luz plateada de la luna y el campo de batalla se cubrió con un silencio espeso, apenas interrumpido por los gemidos de los heridos y el crujido de la escarcha quebrándose bajo los pies de los que aún respiraban. El aliento frío de Horus aún flotaba en el aire como una neblina, pero ya no tenía forma de lobo. Ante todos, la bestia negra de ojos plateados se transformó en hombre, y frente a él, Karius recobró su forma de gigante, de piel endurecida y músculos como rocas vivientes.
Ambos estaban destrozados, ensangrentados y cubiertos de heridas. La piel de Horus estaba marcada por los zarpazos, la sangre seca le manchaba el rostro y el torso, y sus manos temblaban por el agotamiento. Karius, aunque más grande, apenas se mantenía en pie; cada respiración suya era un rugido doloroso, y la tierra a su alrededor vibraba con la tensión de su magia.
El ejército entero de Elysea, así como los lobos imperiales que aún quedaban con vida, guardaban distancia.