El astro se elevaba en lo alto del firmamento, brillante y cruel, como un ojo implacable que no dejaba escapar nada de lo que ocurría bajo su luz. Su resplandor bañaba el campo de batalla y revelaba la magnitud del caos: todos, absolutamente todos los hombres y mujeres en condiciones de luchar, se habían transformado en lobos. Los únicos que permanecían a salvo de la maldición de la luna eran los niños y los ancianos, que observaban desde las sombras, ocultos y temblando mientras escuchaban los rugidos y aullidos que estremecían la tierra.
En medio de aquella manada infernal, los lobos imperiales, enormes y salvajes, cargaban en oleadas contra Némesis. Algunos de ellos eran colosos de tres metros de altura en su forma bestial, superando en tamaño al propio Horus, que, aun con su pelaje negro y sus ojos plateados brillando con un fulgor sobrecogedor, parecía un cazador más pequeño frente a esas montañas de músculos y colmillos.
Los aullidos de guerra desgarraron la noche, haciendo vibr