Karius había ordenado a sus tropas retroceder. Los tambores callaron, las filas se recogieron, los estandartes ondearon hacia atrás con disciplina. Había comprendido que insistir en ese mismo instante era desperdiciar fuerzas contra un enemigo que había probado estar muy por encima de lo previsto. Esperaría. Que la luna llena apareciera en el cielo, que la noche se tornara un campo aún más peligroso para los mortales. Entonces lo obligaría a desgastarse hasta el final.
Horus, de pie en medio de la llanura sembrada de cadáveres y fragmentos de hielo que brillaban como diamantes rotos, observó a los enemigos retirarse con calma. La respiración todavía agitada lo delataba: estaba exhausto. La sangre seca cubría parte de su armadura oscura, y bajo la máscara, su mandíbula se tensaba como un arco rígido. La victoria momentánea pesaba sobre sus hombros, pero también el cansancio acumulado de tantas horas de lucha.
Con un gesto de su mano, moldeó la escarcha. Su propio reflejo emergió de ell