Las tropas, al ver la avalancha de cadáveres amontonados y la sangre que aún humeaba sobre la tierra helada, se detuvieron en seco. El sonido metálico de las armas temblando en sus manos era lo único que rompía el silencio cargado de tensión. Nadie quería dar un paso al frente. Nadie se atrevía.
Se miraban entre sí, cubiertos por sus cascos, ocultando la desesperación en sus ojos. Aquel no era un simple humano: era una sombra, un espectro de hielo y acero que había desmantelado sus filas como si fueran ramas secas arrojadas a una hoguera. Había en su porte una frialdad imposible de quebrar. Cada guerrero comprendía, en lo más hondo, que no podían vencerlo.
Karius, erguido y con el ceño fruncido, no dio la orden de continuar. No tenía intención de desgastar más tropas en vano. Solo había utilizado aquella primera oleada para estudiar, para analizar. Observaba cada movimiento, cada giro, cada embestida de Némesis. Los gestos eran fríos, secos, calculados, sin la brutalidad de Atlas, per