La luz de las farolas flotantes teñía el claro de un resplandor sobrenatural, alargando las sombras de los árboles hasta convertirlas en espectros danzantes. En el centro de aquel círculo mágico, Hespéride permanecía inmóvil, su figura esculpida en la penumbra violácea. Frente a ella, el lobo blanco de pelaje níveo y ojos de plata líquida avanzaba con una gracia silenciosa que erizaba la piel. No como el avance de un depredador hacia su presa, sino el rodeo de un ritual de dos fuerzas primordiales midiéndose en el crepúsculo.
Horus, en su forma bestial, trazaba círculos concéntricos a su alrededor. Sus gruñidos eran bajos, guturales, vibrando en el aire como el rumor de una tormenta lejana. Cada pisada suya sobre la hierba húmeda era deliberada, poderosa. El olor de Hespéride, siempre una mezcla de noche, hierbas raras y ese dulzor único a leche materna, se amplificaba en sus sentidos de lobo hasta volverse una obsesión, un aroma que le enroscaba en el cerebro y le tensaba los músculo