Horus volvió a su forma humana. El aire aún estaba impregnado del calor de su transformación, un halo de vapor se desprendía de su piel desnuda, marcada por el esfuerzo y la tensión del cambio. Apareció frente a ella con pasos firmes, acercándose hasta quedar sobre su figura. La luz violácea de las farolas que Hespéride había invocado iluminaba su rostro, y en ese instante él enfocó su mirada en los ojos púrpuras que lo observaban con una mezcla de asombro y desafío.
Ella intentó mantener la calma, pero se sentía atrapada en ese rincón de hierba húmeda. El príncipe lobo, que era miles de años más joven que ella, la tenía arrinconada con la fuerza silenciosa de su presencia. Sus ojos se detuvieron en cada detalle de su ser: las manchas púrpuras que recorrían su piel blanca como constelaciones misteriosas, la curva delicada de sus labios, la forma en que su cabello caía con un brillo metálico bajo la luz mágica.
Hespéride, que había visto reyes arrodillarse y ejércitos arder bajo su pod