El viaje prosiguió bajo un cielo plomizo que prometía lluvia. La tensión entre ellos, ahora, poseía una cualidad distinta, un eco de la intimidad forzada que compartían. Horus guiaba a Frost con una concentración férrea, mientras Hespéride, delante de él, sentía el peso de aquel silencio cargado. El olor a tierra mojada y pino se intensificó y pronto el sonido de agua corriendo los guio hasta un lago de aguas oscuras y superficiales, escondido entre una arboleda de sauces llorones.
Sin mediar palabra, Horus desmontó y tendió la mano para ayudarla a bajar. Un gesto puramente funcional, pero sus dedos se entrelazaron un instante más de lo necesario. Ella se desprendió con suavidad y se dirigió hacia la orilla. La necesidad de limpiar el polvo del camino era evidente. Se desvistieron por separado, dándose la espalda con una formalidad que contrastaba con lo sucedido horas antes. La piel de Hespéride brillaba pálida bajo la luz difusa que se filtraba entre las ramas.
El agua gélida rodeó