Hespéride se tendió sobre el lecho improvisado, ofreciendo su cuerpo para el ungüento. Quedaban solo unas pocas aplicaciones; sus heridas estaban casi cerradas. En realidad, había recuperado tanto poder como para sanarse a ella misma. Pero no había interrumpido el ritual. El contacto con él, sostenido, podía tejer una confianza más profunda. Si lo evitaba, era claro que se iban a distanciar y actuar con más frialdad. Era experta leyendo a los hombres y sabía como debía afianzar su relación con el príncipe caído.
Horus recorrió con la mirada su anatomía expuesta. La curva voluptuosa de su pecho, la planicie lisa de su vientre, el ombligo, las marcas púrpuras que serpenteaban sobre su piel y los tatuajes de los animales le otorgaban una apariencia femenina extraña y singular, ya que ni otras brujas tenían esas marcas en la piel. El aire alrededor de ella transportaba un aroma denso, dulzón, a leche materna. Notó cómo la humedad oscurecía la tela cerca de sus pezones.
Con movimientos del