Horus se levantó antes que el sol y salió al patio de la posada. El aire aún estaba frío y el suelo húmedo por el rocío. No necesitaba público ni testigos, solo el ritmo constante de sus músculos, el temple de su espada y la disciplina que lo había mantenido vivo todos esos años. El acero cortó el aire con movimientos amplios, primero lentos, luego cada vez más veloces. Su respiración se acompasaba con cada estocada, cada giro de muñeca y cada paso firme que retumbaba sobre la tierra apisonada. Cerraba los ojos en ocasiones, dejándose llevar por la memoria de antiguas batallas, por la voz de sus maestros y por la herencia de su linaje. El sudor pronto recorrió su espalda, empapando la camisa, y un vapor ligero escapaba de su piel por el contraste con la brisa fría de la mañana.
Desde la sombra de un establo, Hespéride lo observaba. Sus brazos cruzados ocultaban el odre de agua que traía, pero sus ojos púrpuras se mantenían fijos en cada movimiento del príncipe. Había visto a miles de