Horus volvió a acercarse a ella.
—Quítese la ropa.
Hespéride moldeó un gesto altivo, aunque en sus labios permaneció la sombra de un cansancio que no podía ocultar. La orden sonaba fría, dura, pero clara. Horus no buscaba someterla, sino sanar sus heridas. Aun así, la manera en que él lo dijo resonó extraña, casi como una sentencia. Ella llevó sus manos al vestido y este comenzó a deshacerse en jirones de sombra, quedando su piel expuesta bajo la tenue luz de los cristales que el príncipe había encendido.
Ante él quedó la figura de la emperatriz. Solo llevaba sus prendas interiores negras de seda. Horus se quedó perplejo, rígido. Nunca había dedicado pensamiento a un cuerpo femenino de ese modo, ni siquiera al de Leighis Noor, su prometida, pues la elfa dorada siempre había sido para él una imagen sagrada, intocable, más cercana a la luz de una divinidad que a la carne de una mujer. Pero Hespéride era distinta: su cuerpo, marcado por tatuajes púrpura y cicatrices, mostraba la historia