—¿Cuál es tu nombre? —preguntó la emperatriz. Aunque había leído los nombres de la familia, no sabía cuál era él.
Horus caminó cerca de ella. El ruido de la lluvia hacía más difícil oírse; cada palabra se perdía entre el repiqueteo del agua en las piedras de la cueva.
—Horus Khronos —dijo—. Príncipe de un reino caído, miembro de familia exterminada y líder de un pueblo esclavizado.
La emperatriz lo miró con aquellos ojos púrpuras que parecían encenderse cada vez que parpadeaba.
—¿Por qué me ayudas, Horus Khronos? —preguntó ella, impregnada de un tono que oscilaba entre la desconfianza y el cansancio—. ¿No me odias?
El lobo blanco no dudó en responder. La respuesta era bastante obvia.
—Te odio… mucho, bruja —dijo él, con una calma que era más peligrosa que cualquier grito—. Solo vivo para vengarme de ustedes, para matarlos.
Ella inclinó apenas la cabeza, aceptando la respuesta con un leve temblor en sus labios.
—¿Y entonces? —susurró.
Horus clavó los ojos plateados en ella, como si qui