Atlas se levantó de su trono. Su expresión endurecida no mostraba cansancio, solo la decisión de quien ya no consideraba el juego como parte de la guerra. Había llegado el momento de aniquilar al Khronos.
—Basta de pérdidas innecesarias —dijo con voz grave, que se expandió como trueno—. Esta noche lo mataré yo mismo.
El movimiento de su cuerpo alteró el equilibrio del suelo. Cada paso hacía temblar la tierra; las antorchas se mecían, las piedras vibraban, los soldados abrían paso con respeto y temor. A su alrededor, los gigantes se inclinaban, los hombres agachaban la cabeza. Nadie osaba mirar de frente al emperador. El aire se llenó de polvo y la tensión se volvió densa, casi sólida.
Leighis avanzó tras él, su manto blanco iluminado por los círculos de luz que tejía con su magia. Las farolas flotaron en el aire y se multiplicaron por centenares. La claridad se extendió sobre el campo como un amanecer falso. Todo se veía con una nitidez sobrenatural: el brillo de las armaduras, el vap