Atlas arrojaba piedras con su derecha y ráfagas de fuego con su zurda. Las rocas, envueltas en llamas, cruzaban el aire dejando estelas ardientes que iluminaron el cielo gris. Horus intentó esquivarlas, moviéndose entre el humo y el polvo, pero el cansancio lo hacía lento. Una piedra lo alcanzó en el hombro y lo lanzó hacia atrás; el fuego rozó su costado, quemando parte de su capa. Cayó sobre la tierra ennegrecida, la espada se le escapó de las manos y rodó unos metros más allá.
El golpe lo dejó sin aliento. El cuerpo temblaba, la sangre le recorría los labios, y los músculos se tensaban con espasmos de agotamiento. Intentó respirar con calma, pero cada inhalación ardía como si le clavaran fuego en el pecho. Aun así, se reincorporó con pesadez, apoyando una rodilla en el suelo. Su mano temblorosa buscó el mango de su espada, la apretó con fuerza y se obligó a ponerse de pie. La mirada seguía fija en el gigante que se aproximaba.
Atlas avanzó con paso imponente, su respiración era pro