En la periferia, los oficiales trabajaron en lo que quedaba por afinar. Cirania, con la capa carmesí pegada al hombro por la humedad, examinó los planos extendidos sobre una mesa de alerce; marcó rutas, midió distancias con el pulso de quien conocía el terreno y la eficacia de los contingentes. A su lado, un capitán de nombres cortos se inclinó, señaló puntos donde la pradera se ceñía en estrechos y pronunció órdenes que cayeron en el aire como piedras.
—Concentrad a la caballería en el flanco derecho; el barro los retrasará menos —dijo Cirania, la voz dura y calibrada—. Las bestias menores irán delante para abrir brecha.
—¿Y las reservas de artillería? —preguntó otro, trazando una línea con el dedo—. Si Horus tiende emboscadas, necesitaremos cortinas de fuego para mantener las rutas de retiro.
Las respuestas fueron rápidas; los hombres contaron soldados, revisaron cuerdas y engranajes, engrasaron ejes de catapulta y ajustaron las piedras que todavía chisporroteaban de las runas. Los