El cielo oscuro, que hasta entonces había sido aliado de Horus y sus hombres, se desgarró de pronto como si una mano invisible lo rasgara. Un parpadeo de luz intensa cortó la noche; fue un segundo, apenas un respiro, pero suficiente para que la penumbra que envolvía sus movimientos se evaporara como humo al contacto con el fuego. La aparición de Leighis no fue sutil ni silenciosa. Surgió en medio del campo de batalla como un faro viviente, con la túnica blanca agitándose con el viento y el cabello dorado resplandeciendo. Sus ojos se tornaron enteramente dorados, como dos soles condensados en su mirada.
El destello que liberó fue brutal, como si el mediodía hubiera caído de golpe sobre la noche. No hubo transición. La oscuridad fue anulada con violencia. Las sombras en las que Hespéride y sus hombres se movían desaparecieron al instante, y con ellas la posibilidad de transportarse. Horus sintió cómo el vínculo de la magia se cortaba como un hilo tenso quebrándose.
—¡Repliegue! —rugió H