Atlas analizó las embestidas de Horus con la calma de quien afila el filo antes del golpe; su mirada marrón recorrió el campo de la marcha como si midiera con la vista el peso de los hombres y la solidez de los carros; tensó la mandíbula y dejó que el silencio pesara. Aquella figura joven, rebelde y temeraria, había aparecido demasiadas veces donde no debía; había evitado trampas, detectado patrullas y quebrado líneas; la conclusión que le alcanzó fue simple: detrás de la oscuridad había una mano de hechicera. Las bolas de cristal le brindaban visiones fragmentadas; las aves sobrevolaban como si cumplieran un pacto ancestral con una bruja. Atlas no dudó; la magia era primordial para la guerra, y la mujer que la urdiera debía pagar.
—Emperatriz Leighis Noor —ordenó él. Su voz fue un corte seco en el aire—; acude a mí.
Leighis escuchó el llamado en el palacio de Atira y se incorporó con reverencia; su atuendo mantuvo la majestad habitual, los brocados dorados reflejaron la luz de las an