El hielo respondía a cada gesto de Horus como si fuese un reflejo de su alma; lanzas cristalinas emergían del suelo, estacas de escarcha se abrían paso en el aire, cuchillas heladas cortaban carne y hueso. Cada enemigo que intentaba acercarse era atravesado por la pureza gélida de su poder. Pero con cada conjuro, con cada movimiento, sentía cómo el veneno comenzaba a reclamar su cuerpo.
El sudor frío corría por su frente, y sus párpados se volvían pesados, como si quisiera dormir en medio del combate. Un cansancio antinatural le mordía los músculos, y aunque sus manos no temblaban aún, la presión en su pecho le recordaba que no podría sostener aquel ritmo por mucho tiempo.
Balthor rugió como una montaña encolerizada y se lanzó sobre él con el hacha en alto. Horus levantó una muralla de hielo para protegerse, pero el acero runado partió la defensa en dos con un estruendo seco. Los fragmentos cayeron alrededor como lluvia brillante, y Horus retrocedió para evitar el golpe mortal.
Fue en