Entonces, los iris grisáceos que había heredado de su madre comenzaron a transformarse. La tonalidad plateada se descompuso en doce destellos, desplegándose en una gama de colores vivos, como si el arcoíris hubiera encontrado refugio en su mirada. Dentro de ese círculo cromático aparecieron manecillas negras, perfectas, marcando un reloj invisible.
El tiempo se detuvo. El aire, las personas y todo quedó estático. Las brasas que flotaban en el viento dejaron de moverse, las gotas de sangre se congelaron en el aire como rubíes suspendidos, incluso el filo del hacha que descendía hacia su cuello quedó congelado en el mismo instante.
Las manecillas comenzaron a retroceder, y con ellas lo hizo la realidad. El golpe que debía matarlo se deshizo como humo. Las heridas abiertas se cerraron lo suficiente para darle aliento. La fatiga retrocedió apenas un paso, aunque el veneno seguía latiendo en su interior.
Horus apretó los dientes. Cada fibra de su ser ardía, pero se negó a sucumbir. Se puso