Horus estaba exhausto. El sudor le corría por la frente y le nublaba la visión, empapando el interior de la máscara que ocultaba su rostro. Su respiración era pesada, entrecortada, como si cada bocanada de aire fuese un esfuerzo titánico. Había peleado desde la tarde, sin descanso, sin tregua. El ejército de Atlas era un río interminable de cuerpos y acero que lo cercaba sin compasión. Por más que su don de escarcha le diese ventaja, seguía siendo solo un hombre enfrentado a un océano de enemigos.
Xythra, Cirania y unas pocas brujas habían logrado retirarse antes de que la muerte las alcanzara. El resto había caído, hechas añicos por sus manos. La oscuridad que lo rodeaba ahora estaba poblada de cadáveres rígidos, rotos como muñecos de cristal. Sin embargo, aún venían más.
Los tambores resonaron desde las filas imperiales, un sonido grave, metálico, que marcaba el paso de cientos de soldados que avanzaban en formación cerrada. Lanzas en alto, escudos listos, cascos brillando bajo la t