Mundo ficciónIniciar sesiónLa mesa estaba perfectamente servida para impresionar a todo aquel que no se sintiera seguro de sí mismo, parecía más una cena romántica para novios enamorados que, la representación teatral que en realidad era. Los candelabros encendidos, las copas de cristal y los hermosos platos de porcelana gritaban lujo, ostentación y sobre todo riqueza. Todo era perfecto, frío y banal.
Valeria entró con paso firme, vestida con un conjunto negro de seda que no había elegido su carcelero. Lo había hecho ella por sobre el elegante traje color champán junto a unos zapatos color nude que hacían perfecto juego para quien se sentía feliz y a gusto, pero ella, desde este momento se hallaba de luto. Uno que le fastidiaba a su esposo.
Leonid ya estaba sentado, con una copa de vino en la mano, observándola como si evaluara una obra de arte que no le terminaba de convencer al verla vestida de negro aun cuando el traje le quedaba como un guante acariciando cada rincón de su bello cuerpo.
—Dejé un vestido a tu alcance para que lo lucieras esta noche —dijo, sin levantar la voz.
—¿En serio? —respondió ella, sin emoción —. Qué extraño, no lo vi colgado —Leonid apretó la mandíbula, sus ojos clavados en el rostro femenino que reflejaba aburrimiento y desinterés.
—Un gracias habría estado mejor —dice y Valeria lo toma como parte de un reclamo —, pero descuida, siempre has sido hermosa hasta con harapos.
—No tienes que hacerme cumplidos, se perfectamente como me veo cuando me miro al espejo.
Se sentó frente a él antes de que se levantara a sacar la silla para ayudarla, con la cara en alto. No tocó la copa, tampoco miró el plato, no bajó a cenar para socializar con él. Lo hizo para conocer sus intenciones, las líneas pequeñas que no estaban en el contrato y que, definitivamente Leonid se las echará en cara.
La paciencia de Leonid empezaba a agotarse a causa de sus desplantes. Pero lo prefería de ese modo, tendría que luchar para doblegarla y al final de la guerra como siempre sucedía… él ganaría.
—¿No comerás? —su pregunta tenía un trasfondo oscuro.
—No —dijo, recostándose al espaldar de la elegante silla —. No tengo hambre y sinceramente no me apetece comer contigo.
—En esta casa hay reglas, una de ellas es que no se come después de la hora de la cena —expuso con molestia, no le agradaba que le llevaran la contraria.
—Me haría bien bajar unos gramos entonces —le sonrió solo con los labios.
Leonid dejó la copa sobre la mesa con un golpe seco. El desafío en la expresión de Valeria comenzaba a enfadarlo de verdad. Sin embargo, debía dejarle claro que si deseaba matarse de hambre sería su problema.
—No me interesa lo que hagas si no interfiere con el contrato, pero te advierto que: no aceptaré una huelga de hambre de tu parte —apretaba el cuello de la copa con furia contenida que no dejaba ver en su expresión.
Pero ella lo conocía bien. Haber tenido un amorío con él le daba ventaja, una que ni siquiera él sabía que la tenía.
—Entonces permíteme agregar clausulas en el contrato y que una de ellas diga que no me obligas a comer contigo porque no tengo intención de probar bocado a tu lado o como en este momento, frente a ti —Valeria fue clara e incisiva al hablar.
—Muy bien. Si quieres jugar al hielo, jugaremos. Pero escucha bien, Valeria: desde hoy, serás mi esposa florero —ella tomo una respiración sin decir nada —. Te presentarás conmigo a todas las galas, a todas las fiestas, a cada evento donde mi nombre tenga peso —dijo con los dientes apretados —. Irás del brazo de este hombre que ahora es tu esposo. Sonreirás a todo aquel que te mire. Pero no dirás una sola palabra, no opinarás, ni intervendrás. Solo serás parte de la decoración ¡Mi decoración! —una vena titilaba en su sien como prueba de que se estaba desestabilizando.
Por un nanosegundo Valeria se sintió vencedora y sintió muchas ganas de reír, pero lo miró con calma. Luego habló, por primera vez con más confianza que dolor.
—No me interesa hablar con nadie de tu círculo social Leonid. Son todos unos falsos, vacíos e hipócritas. Tan fríos como esta casa… como tú.
Leonid apretó la mandíbula, estrechó la mirada hacia ella, amenazante.
—Cuidado con lo que dices. Deberías medir tus palabras —Leonid se estiró los puños de su fina chaqueta retirando la mirada por un momento. Buscando sosegar su rabia.
—¿Por qué? ¿Vas a castigarme por tener opinión? —expone con fastidio y muchas ganas de retirarse.
—No. Pero puedo recordarte que tu familia depende de tu obediencia —Valeria se inclinó hacia él, sin miedo.
—¿Voy a seguir siendo tu asistente?
Leonid la miró, sorprendido por la pregunta.
—Lo pensaré.
—Piensa rápido. Porque si voy a estar cerca de ti… prefiero hacerlo trabajando. No adornando.
Silencio.
Leonid bebió un sorbo de vino. Valeria no se molestó en mirarlo, su atención se fijó en una pintura. Una mujer que definitivamente tenía que ser un familiar. En ese momento se dio cuenta que no sabía nada de él salvo que era su jefe, que compartieron muy buena intimidad y que en este momento era su enemigo.
—Unas veces adornarás Valeria, no te quede duda de ello, pero depende de mí estado de ánimo harás otras cosas —no le pasaba desapercibida la insinuación en cada palabra —. Por cierto. Mañana en la noche saldremos. Espero te prepares para entrar en escena porque iremos a una gala.
—¿Una gala?
—Así es, tu primera aparición en publico para que me hagas brillar y saques a flote tus dotes ornamentales —dijo con un humor tan negro como su propia alma.
Decidió ignorar eso último para curarse en salud y dejar claro algunos puntos.
—¿Qué pasará con mi familia? —preguntó ella, con voz firme—. Quiero garantías. Quiero saber que vas a cuidarlos. No solo protegerlos de la prensa o cualquier fisgón que quiera ondear en sus vidas. Quiero saber que no les faltará nada.
Leonid la observó. Por primera vez, sin arrogancia, recostó la espalda al respaldo de la silla de donde desborda su altivez, aunque no lo pretendía.
—Tendrán todo lo que necesiten. Pero tú… eres el precio.
Valeria se levantó de la mesa. Esta vez contratacaría con más fuerza.
—Entonces asegúrate de pagar bien. Porque no soy barata —espeta, sus ojos asesinándolo —. Y no te pertenezco, no me obligaras a hacer “otras cosas”, espero que te quede claro.
Se marchó del comedor con la frente en alto y la satisfacción de haberlo enfrentado como una fiera.
< Y de ahora en adelante será de ese modo>.







