Capítulo 3

Dos días después…

La vida de Valeria Montenegro cambió de la noche a la mañana, nunca esperó que nada de esto sucediera. Que su mundo se reduciría a Leonid Volkov. El hombre que una vez la deslumbró y la hizo feliz en solo unos meses, el mismo hombre que hoy la compró reclamándola como una propiedad que podría desechar en cualquier momento.

La limusina se detuvo frente a la mansión Volkov. Valeria bajó sin ayuda rechazando incluso la mano del chófer, con la espalda recta y el rostro inexpresivo demostrando altivez cuando en el fondo la tristeza la agobiaba.

La fachada se alzaba como una fortaleza: las columnas de mármol semejaban guardianes erigidos para que pareciera una prisión, las puertas de hierro forjado diseñadas para resguardar por si deseaba correr fuera de ella y los jardines simétricos, cuidados a la perfección que parecían diseñados para impresionar, no para vivir.

"No vine a vivir una historia de amor contigo Volkov. Vine a resistir en esta jaula de oro en la que me van a encerrar", ese pensamiento la sostuvo mientras cruzaba el portón.

Leonid la esperaba en la entrada, vestido con un pantalón oscuro y su acostumbrada camisa blanca impoluta, sin corbata, con las mangas ligeramente remangadas. Parecía relajado, pero sus ojos no mostraban descanso.

Mostraban la satisfacción de un hombre que había encontrado lo que quería. 

—Bienvenida —dijo, con voz neutra —. Mi casa, tu casa de ahora en adelante —Valeria lo miró sin pestañear.

—No vine a ser bienvenida. Vine a cumplir un trato —dijo, agradeciendo que su voz saliera firme, sin temblor alguno —. Y esta, no es mi casa —él extendió la mano para ayudarla a subir las escaleras.

Ella la ignoró y caminó hacia la puerta con semblante serio y mucha dignidad o al menos la que le quedaba luego de ser prácticamente escogida como una res para llevarla al matadero.

Dentro, la recibió el aire era frío, perfumado con madera y sándalo. Un ama de llaves apareció, vestida de gris como todo a su alrededor según su óptica, con los ojos bajos.

—La señora Volkov será instalada en la habitación del ala este —dijo, sin levantar la vista.

—Buenos días —comentó, demostrando que al llegar las cosas cambiarían.

Valeria la siguió por pasillos largos, alfombrados, con cuadros de paisajes nevados y esculturas sin rostro.  Todo era perfecto, pomposo y vacío que se aferraba a las correas de su bolso para no colapsar. Estaba acostumbrada al lujo, pero a uno colorido, con la vida que le daba a una casa la habladuría y comentarios de una familia, una verdadera.

La habitación era hermosa, amplia, con cortinas pesadas, una cama de cuatro postes, y una preciosa vista al jardín trasero, pero ella la miraba desde la soledad que comenzó a sentir desde que entró al lugar. Valeria dejó su bolso sobre la suntuosa cómoda de madera pulida que brillaba lustrosa lastimándole la vista. Ni siquiera se sentó, tampoco lloró, pero aquel no era su lugar, era su cárcel.

Un hermoso calabozo que la encerraría, la disminuiría de tal manera que al final, no quedaría nada de ella. Solo que ella no pretendía permitirlo porque lucharía con unas y dientes hasta encontrar su libertad luego de haber pagado el precio. Se doblaría, pero no se rompería y esa promesa quedaría clavada en cada pared de esta estancia que de ahora en adelante sería su santuario.

Leonid entró detrás de ella, sin anunciarse.

—¿No te ensenaron a tocar las puertas antes de entrar a una habitación ajena? —reclama con seriedad.

—Esta es mi casa Valeria, nunca lo olvides —respondió altivo. Con arrogancia absoluta.

—¡Vaya! Hasta pensé escuchar que también era la mía —sonrió solo con los labios.

Necesitaba estar sola para llorar su infortunio. Para terminar de sacar las lagrimas de sufrimiento y continuar su destino con la poca dignidad que le quedaba mirando hacia adelante. 

—Estas son las reglas —dijo, como si leyera un contrato invisible ignorando su último comentario—: no compartimos habitación, tampoco habrá contacto físico fuera de lo público. No hablarás con la prensa si no estoy presente. Jamás saldrás sin mi autorización —Valeria lo miró con calma —y la más importante: no me serás infiel. Eres ahora la señora Volkov, una figura pública. Una dama de sociedad.

—¿Pensé que el contrato era secreto? —lo provocó con intención.

—Y lo es. Pero cuando yo lo considere ¿has entendido?

—¿Y si rompo alguna de tus estúpidas reglas? —Leonid se acercó, sin tocarla.

Su perfume la invadió trayendo recuerdos a su memoria. Una cama de hotel, rosas blancas y sobre todo paz, esa que se dieron mutuamente en algún momento que se tragó el conflicto.

—Entonces el trato se rompe. Y tu padre… va a la cárcel de por vida, Valeria. Lo destruirías y a tu madre también.

Ella sostuvo su mirada, no demostró temor en ningún momento, aunque estaba luchando con las sombras que pretendían arroparla.

—¿Y tú? ¿Qué pierdes si yo me desmorono?

Leonid sonrió, imperceptiblemente, pero ella lo notó.

—Nada, pero sería una lástima. Me gusta tu entereza.

Valeria dio un paso atrás solo para impulsarse.

—No confundas entereza con obediencia. Estoy aquí por mi familia, no por ti o por lo que desees.

Leonid se giró hacia la puerta.

—La cena es a las ocho. No es obligatorio… pero sería conveniente.

Cuando se fue, Valeria se sentó frente al espejo, no detuvo las lágrimas que comenzaron a caer de sus bellos ojos ámbar en un llanto silencioso, pero significativo. Se observó en un momento más, sus ojeras eran un par de círculos violáceos que aparecieron apenas en dos días. Parecía otra persona, daba la impresión de haber muerto y reencarnado en alguien en quien no creía, en la mujer equivocada.

Y juró…

Juró no romperse jamás. Por más duro que fuese ella resistiría porque la hora de su revancha sería preparada desde el principio. Desde ahora. Respiró profundo y se levantó, recorrió la suntuosa habitación, lavo su rostro, se maquilló y salió.

Las cortinas se movían con el viento. La luz era brillante pese a que eran pasadas las siete de la noche. Se levantó. Salió de la habitación. Recorrió la casa sola, todo estaba en completo orden, en un silencio atronador que lastimaba sus oídos, apenas un sonido de violines, muy tenue se escuchaba de lejos casi como un silbido. Se sentía insegura de si misma, temerosa de lo que sucediera, pero se mantendría firme

"Esta no es mi casa y Leonid no es mi esposo. Pero esta será mi guerra. Y yo… no vine a perder", con ese pensamiento se dedicó a conocer el campo de batalla

Pasó por una biblioteca con estanterías perfectas, al menos ya tendría algo que hacer en sus días libres. Leería. Visitó una sala de trofeos con medallas y placas, una oficina cerrada con llave. Todo estaba ordenado. Demasiado para su gusto, Valeria necesitaba un poco de caos en su vida y Leónid era demasiado estirado, acostumbrado a ser perfecto tal como se lo decía ella después de una noche juntos en aquel hotel que ahora llega a su mente como un recuerdo viejo.

"Aquí no hay hogar, esto es solo un territorio, uno que no pienso pelear”, pensó al recorrer el comedor y otros dos pasillos donde la música se hizo mas notoria.

Su curiosidad se hizo más notoria al querer saber de dónde venía esa melodía hermosa, pero triste. Se contuvo porque no pretendía socializar con él. Una vez fueron algo cercanos, quizás mucho más de lo que pretendían y esto lo rompió por completo. Cualquier vestigio de camaradería que quedara se quebró con su actitud arrogante, insolente y bizarra. Valeria estaba consciente del error de su padre no se taparía los ojos, pero también por lo que, lo cometió. Y una sanción con letras de pago sería lo ideal en estos casos, no está patraña desquiciada que montó como si fuese el dueño del mundo.

Volvió a su habitación enfadada por completo. Se quitó los zapatos y los lanzó a un rincón, sentó en la cama gruñendo de frustración, de rabia infinita. Y, entre su desgracia y desasosiego en un arrebato de rebeldía se dijo a sí misma:

—Yo vine a ser tu esposa Leonid Volkov. Vine a cumplir con un contrato, ese que me hiciste firmar para humillarme y, cuando menos lo esperes… te haré pagar lo que me debes, eso lo prometo…

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