Unos días después del enfrentamiento con Leonid en su despacho, Valeria amaneció con dolor de cabeza por el ruido de los dos días anteriores, pero la mansión Volkov ardía con una tensión controlada: la del Carcelero, aunque no se encontraba en casa, su presencia la arropaba. Lo sentía en cada fibra de su ser como una toxina viajando por su torrente sanguíneo, sintió el peso de la nueva orden de su esposo incluso antes de salir de su habitación.
Dos hombres trajeados, tan inexpresivos como las esculturas de la casa, estaban de pie justo frente a la puerta de su nuevo despacho: un amplio estudio, habilitado de la noche a la mañana, contiguo a su dormitorio que no dejaba de ser una cárcel, los hombres eran sus sombras, sus vigilantes visibles. Uno de ellos, un hombre mayor y de rostro curtido, la miró con absoluta neutralidad.
La rabia le subió por la garganta. Entró en el despacho, se sentó y tomó el teléfono de línea directa para marcar el número de Leónid y gritarlo hasta que se sinti