Danae
El silencio de la mansión me pesaba más que las cadenas invisibles que sentía en las muñecas.
Kael decía que era por mi seguridad, que después de lo que había hecho Adrian Loumet yo no podía salir sin riesgo. Pero los muros de esta casa, los pasillos interminables y los guardias apostados en cada esquina me estaban asfixiando. No era un refugio. Era una jaula de oro.
Caminé por el pasillo principal con pasos firmes, ignorando las miradas de los hombres que Kael había colocado estratégicamente en cada salida. Me detuve frente a la puerta principal. La observé un instante, como si con solo mirarla pudiera abrirse para mí.
—Voy a salir un momento —anuncié con voz firme, buscando la mirada del guardia más cercano.
El hombre, alto y con hombros anchos, bajó la cabeza apenas en un gesto respetuoso, pero no se movió.
—Lo lamento, señorita Danae. No tenemos permiso para dejarla salir.
Sentí que la sangre me hervía.
—No soy una prisionera.
—Son órdenes directas de Kael.
Su voz era firme,