La casa estaba sumida en un silencio casi sagrado. Afuera, la noche se deslizaba sobre los jardines como una sábana espesa, y el sonido del viento golpeando las ventanas era el único rastro de movimiento.
Danae dormía en nuestra habitación, con el cabello desordenado sobre la almohada y el rostro tranquilo, ajena a la tormenta que me estaba devorando por dentro.
No podía dormir.
No después de lo que Matteo me había contado durante la cena, cuando sus ojos evitaron los míos con ese gesto que solo usa cuando las noticias son malas.
Llevábamos semanas intentando mantener la paz.
Semanas en las que había dejado los teléfonos del negocio lejos de la casa, en un intento desesperado por cumplir la promesa que le hice a Danae: “Voy a dejarlo todo. Solo quiero vivir contigo y con los niños.”
Y lo intenté, por ella.
Pero en mi mundo, la calma siempre es la antesala de una guerra.
Me serví un trago de whisky. El líquido ámbar se movió dentro del vaso con un brillo que recordaba a la sangre bajo