La lluvia caía con fuerza contra los ventanales, un murmullo constante que llenaba cada rincón de la casa. Afuera, el mar rugía bajo el cielo gris, y las gotas resbalaban por los cristales como si el mundo entero llorara algo que yo aún no entendía.
Kael estaba de pie, junto a la ventana, con una copa en la mano y la mirada fija en algún punto lejano. La luz tenue de las lámparas apenas alcanzaba para dibujar su silueta, la línea de sus hombros tensos, el perfil que me parecía a veces tan familiar y otras tan imposible de descifrar.
—No deberías estar levantada —dijo sin mirarme. Su voz sonó baja, casi ahogada por el sonido de la lluvia.
—No podía dormir —respondí. Caminé hasta el sillón frente al fuego y me senté. El calor de la chimenea no era suficiente para espantar el frío que me recorría los huesos, ese frío que no tenía que ver con el clima, sino con la confusión que me habitaba.
Él giró apenas el rostro hacia mí.
—¿Pesadillas otra vez?
Asentí. No quise decirle que las pesadill