Darío sonrió ejerciendo más fuerza sobre el agarre, con su pase asegurado al infierno, porque entendió que lo que Livia le había dicho era cierto. Había jodido todo su imperio por una mujer que nunca quiso estar con él, compitiendo con un enemigo que le doblaba con creces en poder y fuerza.
Comprendió que nunca tuvo una posibilidad de ganar y que perdió por nada. Su satisfacción de haberle jodido en gran manera al torturar a su mujer se esfumó tan rápido; no quería morir, y menos en aquellas condiciones, donde se hablaría de lo cobarde que fue, del Capo humillado y convertido en una de las estas de la ’Ndrangheta.
«Tengo que largarme de aquí», pensaba mientras su fachada de tranquilidad comenzaba a desvanecerse. Matteo se acercó; los hombres que acompañaban a Darío elevaron sus armas, apuntando y preparándose para disparar.
—¿Crees que me dan miedo estos bastardos? —habló por primera vez, con su voz gruesa y escalofriante, tal y como ella la recordaba—. Eres un imbécil si crees que el