Las luces de la ciudad iluminaban las silenciosas calles de la Reggio, solitarias y húmedas, como si fueran conscientes del peligro que corrían aquella noche, con el Capo respirando rabia y capaz de exterminar un país entero si se lo proponía.
El coche se adentró en una zona residencial, sobornando al guardia de seguridad y dándoles acceso a las casas donde habitaban las personas de mayor renombre de la ciudad.
—Es aquí —dijo Piero, aparcando frente a una de las mansiones de la zona, con sus posados setos y rosales que traían recuerdos poco agradables.
—Espérenme fuera. Me encargaré yo sola de ella —bajó del auto, andando por el camino de cera hasta la puerta de entrada, forzándola para entrar y acomodarse en el estudio de la alta funcionaria de inteligencia.
Eran pasadas las tres de la mañana. Después del intercambio, se había dedicado a buscar personalmente a los funcionarios que no contestaban el móvil y ser llevados a la mansión por la fuerza, para recordarles a quién le debían el