Capítulo 5

Livia

Enderecé mi espalda al mirarme al espejo, eliminando cualquier signo de debilidad, para mostrarme como lo que se suponía debía ser para la figura más importante de la 'Ndrangheta. Después de que Darío hubiera elegido un vestido rojo para mí, decidí que nunca más usaría aquel color que me recordara a él.

Entre las opciones, me decidí por el negro. Porque en aquel momento era el color que mejor me representaba: un alma rota, resignada a no poder salir de ese maldito mundo y a tener que aprender a sobrevivir en él. El vestido era digno de la futura esposa Vescari. Elegante, seductor, implacablemente poderoso, moldeado con precisión a mi silueta. Un corsé rígido, decorado con pequeñas piedras negras que destilaban sofisticación, abrazaba mi torso. Las mangas de encaje delicado enmarcaban mis brazos, y el escote descendía con la suavidad y el filo cortante de una herida abierta; una elegancia dolorosa que hablaba más que mil palabras.

Desde las caderas, la falda caía con gravedad, pensada para abrirse al andar como una sombra que se despliega, firme y majestuosa.

—He visto rosas en la entrada —le dije a la chica que terminaba de arreglar mi cabello, suelto y cayendo en suaves ondas, oscuro como la misma noche—. ¿Crees que podrías traerme algunas?

Ella abrió los ojos, sorprendida, dudosa ante mi petición.

—Nadie toca los rosales de la matriarca Vescari —se negó—. Lo siento.

—En ese caso —me levanté y me dirigí hacia la puerta—, iré por ellas.

—Señorita, no creo que sea buena idea... —parecía preocupada—. No querrá hacerla enojar.

Me encogí de hombros. Nadie me asesinaría por unas estúpidas rosas. Y no pensaba ser una novia sin flores; esas eran perfectas para mí.

Salí de la habitación caminando con paso firme, agradecida de no cruzarme con nadie y evitar las miradas curiosas y cuestionables. Los tacones no eran problema; desde pequeña había aprendido a moverme con ellos con naturalidad, sintiéndome más cómoda incluso que con calzado plano.

Abrí la puerta de entrada, me acerqué a los rosales y elegí las tres rosas más hermosas. Me lastimé al cortarlas, pero no me importó. A esas alturas estaba tan llena de heridas y cicatrices que una más no hacía diferencia.

Regresé con ellas. La chica me esperaba y me ayudó a limpiar las gotas de sangre de los dedos.

—No debió hacerlo —me sonrió levemente—, pero ese pequeño gesto es una declaración, ¿lo sabía?

—Lo sé —me senté frente al tocador—. Seré la nueva señora Vescari. Nada está fuera de mi alcance. Y menos unas rosas.

—Claro, mi señora —colocó el velo de encaje, del mismo color que el vestido, con una delicadeza casi reverencial, cuidando de no arruinar el peinado.

—Colócalas en mi cabeza —le indiqué el lugar exacto. Le dieron vida al atuendo; eran una mezcla entre el rojo y el negro, como la fusión de nuestra unión.

Me observó durante varios segundos, en silencio, con una admiración que me hizo sentir orgullosa de mi elección.

—A nuestro Capo le encantará —asintió—. Y deslumbrará a los señores del Clan. Sin duda, estarán conformes con la elección de mi señor.

—Eso espero —suspiré, moviéndome a la cama a la espera de quien sea que viniera por mí. Fue inevitable no sentir el déjà vu. Todavía no habían pasado veinticuatro horas desde mi compromiso, y ahora estaba en aquel lugar, a punto de casarme.

La puerta se abrió dejando ver una silueta alta y corpulenta, enfundada en un traje negro a la medida. En su mano, un anillo con una piedra negra brillaba. Se veía varonil, y olía como la cosa más exquisita del puto mundo.

—Sal —le ordenó a la chica, quien obedeció de inmediato.

—¿Ya? —me levanté fingiendo desinterés, tratando de ignorar el nudo que sentía en la garganta.

No respondió de inmediato; en su lugar, me observó de pies a cabeza, dando un leve asentimiento que tomé como aprobación.

—Has elegido el negro —comentó, caminando hacia mí, lo suficientemente cerca como para sentir la tela de nuestras prendas rozarse. Alzó la mano y, otra vez, ese gesto: esa leve caricia en mi mejilla—. Te ves como lo que eres: la rosa de la mafia. Nunca exageraron sobre tu belleza.

—¿Y de qué me ha servido? Solo me ha puesto en el punto de mira de cada depravado.

—¿Me estás diciendo depravado? —frunció el ceño, sin dejar de tocar mi rostro con esa suavidad que me mandaría a dormir—. Mmm... no creo que sea un depravado por desear a mi mujer.

En un instante, le empujé con fuerza, apartándolo de mí y mirándolo furiosa.

—No soy tu mujer.

Sus ojos profundos no dejaban de verme con intensidad, y por un demonio, era muy difícil mantener la cordura en su presencia, mucho menos cuando me miraba de aquella manera tan intensa que pude derretirme ante ella.

Pero no. Mandé a callar esas estúpidas hormonas que pusieron a calentar mis mejillas, que mandaron pensamientos indebidos a mi cabeza.

Confusa, me alejé de él dándole la espalda. Nunca me había sentido de aquel modo delante de un hombre. Nunca... nunca me había imaginado de forma indecente con nadie.

Una imagen fugaz de él tomándome de la cintura y pegándome a su cuerpo fue lo que vi cuando dijo que me deseaba, cuando miré a esos pozos negros y vi el deseo en ellos. «¿Qué me está pasando?», me pregunté, mientras tocaba mis mejillas con las palmas de mis manos, tratando de disimular el calor.

—En una hora más te habrás convertido en mi mujer, Livia —escuché sus pasos y sentí su cercanía—. Sé que me deseas, tu cuerpo lo grita.

Reí por lo bajo.

—¿Crees que soy capaz de pensar en otra cosa que no sea salvar mi vida? —me giré para verle de nuevo, recurriendo a todo mi esfuerzo para no titubear—. No estoy interesada en nada más que eso, en no volver a caer en manos de ellos. No te deseo ni un poquito. Ni siquiera me pareces atractivo.

La cosa más estúpida que jamás había dicho, y a juzgar por su sonrisa, él también lo sabía. Solo una ciega no podría desear a un hombre como él, y yo no estaba para nada ciega. Lo único era que su atractivo no me hacía olvidar lo peligroso que era, y eso podía con cualquier sentimiento que me nublara la conciencia.

—¿Qué, no sabes que después de la ceremonia viene la noche de bodas, Livia? —susurró inclinándose hacia mi boca, dejándome sentir su aliento y poniendo a mi pobre corazón a correr—. ¿Le negarás a tu esposo ese derecho?

—Solo es una estrategia. No pienso acostarme contigo. Te lo he dejado claro desde esta mañana.

—Puede ser, pero estrategia o no... serás mi esposa, y lo serás hasta el día en que uno de los dos muera —su mano rodeó mi cintura, pegándome a su cuerpo, volviendo realidad parte de mi fantasía. Fui incapaz de apartarme; respiraba pesadamente, mis ojos mirando sus labios gruesos y carnosos. Apetecibles. Nunca había dado un beso, y justo en aquel momento deseé uno, ignorando todo, mandando al carajo la sensatez y dejando que sus labios se pegaran a los míos. Mi mundo se paralizó; la sensación era extraña y... placentera. Algo que simplemente no podría comparar con nada.

Podía sentir sus labios moverse con ferocidad, intentando incitar a los míos a moverse y, presa de la curiosidad, traté de seguir su ritmo. No sabía si lo estaba haciendo mal y no me importaba. Solo quería más y más de aquello. Me gustaba. ¡Joder, me encantaba! Algo en mi vientre se removió, un pequeño calor y vibraciones que descendían hasta mi pelvis. «¡¿Acaso...?!» No, no podía ser.

Unos segundos después, él se apartó despacio, dejando mi respiración hecha un desastre, con mis mejillas más calientes que antes y sintiéndome incapaz de abrir los ojos, que no me enteré cuándo los cerré, por la vergüenza que comencé a sentir.

«¡¿Qué carajos, Livia?!»

—¿Te quedó claro, preciosa? —preguntó en un dulce susurro, sin burlas ni malas intenciones.

Abrí los ojos al fin, encontrándome con los suyos, mirándome con mucha más intensidad que antes, viendo la lujuria apoderarse por completo de ellos.

—Sí —dije con un hilo de voz. Quería salir corriendo y esconder mi cabeza debajo de una almohada. Solo pensaba en volver a probarlo. «¿Aquello era normal?»

—Tendrás que arreglarte el labial —me soltó la cintura y se apartó ligeramente—. Está hecho un desastre.

Inhalé hondo antes de acercarme al tocador y retocar el maquillaje. Podía sentir su mirada quemando mi espalda, reviviendo esas mil emociones que me despertó con un solo beso.

No tenía idea de que un hombre podía hacerme sentir tantas cosas, o si solo era cosa de él. Lo cierto es que no era cualquiera; alguien de su tipo, con una sola mirada, era capaz de ponerte a temblar, de hacerte sentir ese fuego como lo había hecho conmigo.

En aquel momento lo comprendí: después de todo, el infierno sí era mi destino, y Matteo se encargaría de llevarme a él.

Jakelin Amaya

Querido Lector: Esta historia no está escrita para sonar perfecta. Está escrita para sentirse real. No busco frases impecables ni personajes intachables. Aquí encontrarás emociones crudas, decisiones impulsivas, heridas abiertas y amor del que arde —del que duele y del que salva. Escribí esta historia para vivirla. Para correr con Livia, temblar con ella, odiar, desear, escapar… Y si tú, al leerla, también lo sientes así, entonces lo hemos conseguido juntas. Gracias por atreverte a entrar en este mundo. Y recuerda: Las rosas pueden ser hermosas, sí… Pero las que tienen espinas son las que más perduran. Con cariño, Jakelin Amaya

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