Livia
Al terminar, tomé una de las toallitas y me giré hacia él, caminando despacio. Dudosa, alcé la mano para limpiar su boca; aún tenía restos de mi labial. —También te manchaste —dije suavemente, incapaz de mirarlo a los ojos. Me sentía nerviosa, ansiosa—. Listo. —Es hora de bajar —anunció—. ¿Estás lista? Pasé las manos por mis caderas, secándolas. Del nerviosismo, sentía que me sudaban. —¿Quiénes estarán? Él se movió, acercándose de nuevo a mí, y me rodeó la cintura. Juntos comenzamos a caminar hacia la puerta, mientras yo aguardaba su respuesta. —Los jefes de familia del Clan y el Capo de la Cosa Nostra —respondió con una tranquilidad pasmosa, como si aquellas personas fueran de lo más normales. Eso no me tranquilizaba en absoluto. La caminata se volvió larga, y no pensaba en nada más que en caminar perfectamente... y no demostrar que me estaba muriendo de miedo. Iba a ser parte de ellos. Ahora mi lealtad estaría con el hombre que caminaba a mi lado, y mi vida quedaría enlazada eternamente a la suya. En nuestro mundo no existía el divorcio. Una vez casados, era hasta que uno de los dos muriera. Avanzamos hasta un enorme salón en el subterráneo. El lujo que desprendía aquel lugar rivalizaba con el de las antiguas aristocracias: elegante, refinado. Los invitados, enfundados en trajes impecables, nos miraban con sus rostros altivos. Sus mujeres, hermosas, lucían vestidos de diseñador. Todos nos observaron en silencio, abriéndose paso a nuestro alrededor hasta dejarnos frente a una especie de altar. Allí nos esperaba un hombre que, sin duda, era el consigliere de la 'Ndrangheta. Sentí que mi corazón se saldría por la boca al vislumbrar a Vittorio hacerse con algunos instrumentos que me eran familiares: una pequeña navaja, la fotografía de un santo y una alianza similar a la que Matteo traía puesta, solo que con detalles más femeninos, pero reluciendo un diamante negro, demasiado llamativo. —Esto no es solo una boda, Livia. Me prometiste lealtad a cambio de tu protección, y ahora tienes que jurarlo frente a las familias más importantes del Clan, puesto que, si fallas... si me traicionas a mí: traicionas a toda la organización. Tragué grueso antes de alzar el mentón y mirarlo a los ojos, sosteniéndole la mirada por mucho que esta resultara pesada para mí. —Mi lealtad estará contigo siempre, de eso no lo dudes nunca —para mi sorpresa, la voz me salió firme y sin darle cabida a la duda. El consigliere de la 'Ndrangheta tomó la navaja y se la tendió a Matteo. Este la tomó y, con su mano, me indicó acercarme más a la mesa. —Repite —ordenó él, tomando mi mano y haciendo un corte en mi dedo anular. La sangre se derramó sobre el santo, y con esfuerzo disimulé una mueca de dolor—: "Como arde este santo, así arderé yo si traiciono a Matteo Vescari o a su Clan". Enseguida tomó el papel y lo colocó sobre la palma de mi mano, permaneciendo con esa expresión neutral que me parecía aterradora. Más aún cuando le prendió fuego. Comencé a luchar contra mi raciocinio, que me gritaba que sacudiera mi mano y terminara con la angustia. Pero la presión de su mirada y la de las personas a mi espalda me hicieron tragar todo mi dolor y repetir aquella frase. No solo le estaba entregando mi lealtad: me estaba entregando por completo a él. Y por más que aquello me jodiera, ante todos, yo era suya. Cuando las llamas se extinguieron, Matteo volvió a tomar mi mano, tomando la joya y deslizándola en el mismo dedo que cortó. —Ahora eres mía por sangre. Si te dañan a ti, me dañan a mí. Si te traicionan, me traicionan a mí, y por ende, a toda la organización —el consigliere extendió el acta de matrimonio para que ambos la firmáramos. Él fue el primero en hacerlo, seguido por mí—. Ante ustedes: Livia Vescari, mi esposa y su señora. Me giré hacia los demás, que nos reverenciaron con una leve inclinación de cabeza, una muestra de respeto y reconocimiento. Tal vez antes no era nadie para ellos, pero en aquel momento me había convertido en la esposa del jefe y parte del Clan. Por lo tanto, con su vida me protegerían. Los hombres comenzaron a acercarse para darme la bienvenida y reforzar su juramento de lealtad hacia su Capo, que ahora se extendía a mí. En un momento me había alejado de Matteo y me encontraba rodeada de las mujeres en aquella sala. Todas eran miembros activos de la organización; la mayoría estaban involucradas en el lavado de dinero y unas cuantas en la administración de la misma. Mujeres inteligentes y muy bien preparadas. —¿Tú qué estudiaste? —me preguntaron con sumo interés. —Ciencias Políticas en la Sapienza, en Roma —dije con orgullo. No había sido mi elección, sino la de mi padre, al sugerir que ningún hombre poderoso quería tener una mujer estúpida y sin conocimiento alguno. —Eres muy joven. ¿La has terminado ya? —se sorprendió una de ellas, mirándome con desconfianza. —Sí, este año. Por eso padre decidió que ya era hora de casarme y devolverle un poco de todo lo invertido en mí. Hasta eso decidía por mí, sin contar que me vigilaban todo el tiempo en la universidad para que no fuera a "dañar la mercancía". Todas aquellas mujeres a mi alrededor parecían querer ahondar más en mi vida, tratando de buscar una debilidad que utilizar más adelante. No confiaba en ninguna de ellas, de hecho, en nadie de aquella sala. Por mucho juramento que hicieran, esos hombres me matarían si Matteo decidía cambiar de opinión, y yo no podría hacer nada. —Eres una cría. No tienes lo que se necesita para ser la esposa del Capo —dijo una mujer vestida de rojo que acababa de acercarse a mirarme con recelo. Toda mi vida le había tenido miedo a los hombres, porque sabía que tenían más fuerza bruta que yo y siempre estaría en desventaja. Pero a otra mujer, jamás le bajé la cabeza, y menos me dejaba humillar por ellas. —Soy la hija de un Capo. Fui educada para ser la esposa de uno de ellos, por mucho que esto me disguste —solté con desprecio; odiaba tener que defenderme con aquel argumento—. Así que, si tu Capo me consideró para el papel, no entiendo por qué una de sus soldados se atreve a cuestionarlo. Bebí de la copa que sostenía en mi mano y volví a mirarla con naturalidad. No quería enemistades, no me convenía, pues suficiente tenía con los dos Capos que me exigían de regreso y que desatarían la guerra cuando se enteraran de lo que había hecho. —Del que huiste. No eres hija de nadie aquí —se burló, seguida de disimuladas sonrisas de otras de las presentes. Miré a la mujer, analizándola. Era hermosa y elegante, de cabello castaño y delicadas curvas, estatura promedio y unos afilados ojos verdes. —Eso no quita que sea su hija y que ahora sea la esposa de tu Capo. Así que te sugiero muestres más respeto. Desconozco quién seas, pero si estás en mi territorio, lo mejor es que muestres algo de ello o puedo pedir tu linda cabeza como regalo de bodas. Sus ojos se encendieron de ira, como si hubiera dicho la peor de las osadías. Eso me dejó claro algo: que era la sobrina de alguien importante y que gustaba de mi esposo. Pero ¿quién no? No la culpaba. —Soy la sobrina del Capo de la Cosa Nostra. Eres tú quien debe mostrar respeto —chilló, llamando la atención de algunos. —Mi esposo irá a la guerra con dos Capos por mí. ¿Qué te hace pensar que no irá a por el tercero? —alcé mis cejas—. No creo que tu Capo apruebe esta falta de respeto a la recién esposa de su más fuerte aliado. Le di una sonrisa y me alejé de ellas, buscando a Matteo para pedirle que me sacara de ahí. Me dolía la cabeza, la pierna y el hombro. Las heridas eran muy recientes aún, y si seguía más tiempo de pie, iba a desmayarme. —Rosas frescas —susurró alguien a mi espalda—. De mi jardín. Me detuve y, despacio, giré para encontrarme con la que suponía era la matriarca Vescari, una mujer que, a pesar de la edad, imponía presencia, con unos ojos soberbios que pondrían a dudar a cualquiera. —Así es —respondí sin dejarme intimidar por ella—. Iban perfectas con mi atuendo. —Nadie toca mis flores, Livia Moretti. —Vescari —la corregí—. Ahora soy Livia Vescari. Hizo un gesto irónico y una mirada desdeñosa. —Tú nunca serás una Vescari. Morirás más pronto de lo que piensas. No tienes ni el porte ni las armas para sobrevivir a este lugar —negó con su cabeza—. Solo quería que supieras que nunca tendrás mi aprobación, y la próxima vez que vuelvas a tocar mis rosas, voy a sacarte las uñas. No, aquello no había sido una broma, sino una amenaza directa. Se acercó solo para dejarme en claro que no me aprobaba, y que en ella tendría una enemiga que nunca me vería como parte de su familia. Pero me había retado, y por muy matriarca que fuera, como esposa mi rango era superior al suyo, y no me iba a dejar pisotear por una estúpida anciana que no aceptaba que su tiempo de reinar había acabado. Era Livia Vescari, y me abriría mi propio camino, donde nadie me pondría de rodillas... sino yo los pondría a rogar misericordia.