Livia
Despacio caminé por los pasillos de las jaulas, ubicadas en lo más profundo del subterráneo, casi imposibles de encontrar si no tuviera un mapa en mi mano que todavía no terminaba de memorizar.
El aire era más denso; funcionaba con oxígeno y, a veces, como castigo, les bajaban la cantidad y muchos morían asfixiados.
Antes de entrar, Matteo me exigió que me llevara una bolsa por si llegaba a haber un fallo o me daba claustrofobia el sitio.
—¿Dónde está? —pregunté a uno de los guardas que se lo llevaron.
—Está en la primera celda.
Asentí, siguiendo mi camino. Algo dentro de mí quemaba, estaba sedienta; y si unas semanas atrás hubiera visto lo que hoy estaba por hacer, no me reconocería y tendría asco de mí misma. Por convertirme en lo que mis verdugos eran. Y no iba a justificar mis acciones, pero si algo había aprendido es que en este mundo solo sobrevivía el más fuerte, el más astuto y el que no tenía corazón para tocarse.
—Hola, señor Moretti —entré canturreando, viéndolo atado