Livia
No bajé el arma. Estaba tan llena de rabia que no quería nada más que apagar ese fuego interno que me quemaba, que me pedía a gritos ser saciado. Odiaba a ese hombre, no solo por lo que era, sino por lo que representaba. Por recordarme a los dos hombres que le habían puesto precio a mi cabeza. Esos que me dieron caza como si fuera un animal, que no dudaron en lastimarme y me metieron dos balas en el cuerpo.
Estaba tan dolida, tan rota... quería llorar, gritar y destruir todo lo que tenía frente a mí. Mis heridas internas seguían sangrando, y ese puto hombre lo único que tenía de excusa era que solo estaba ahí para procrear a los vástagos de un maldito asesino.
—Dame el arma —pidió Matteo, acercándose a mí sin ningún tipo de cautela, pero suavizando la voz—. Vamos, tú no eres una asesina.
—¡No tienes una puta idea de lo que soy! No me conoces, no me entiendes.
—Lo hago. Eres una mujer frágil y miedosa —apreté más el arma al ver los ojos del infeliz que me miraba con burla, creyé