Livia
El auto se detuvo frente a la entrada, que de cerca era todavía más imponente, con amplios escalones de mármol negro que descendían hasta un camino central rodeado de jardines cuidadosamente diseñados y con dos fuentes rectangulares.
—Su nuevo hogar —dijo el hombre que me ayudó a bajar.
«Hogar». Casi solté un bufido. Yo no tenía un hogar, y esto no se sentía como uno.
Estaba entrando a una fortaleza de la que no se entraba ni se salía sin la autorización de su dueño. Aquel lugar era una representación de su poder: tan grande, imponente y aterrador.
Subimos los escalones con Fiore e Isabella tras de mí, calladas, como lo estuvieron en todo el camino. A la expectativa de que cometiera un error. Pero no lo haría; mi postura, cada día que pasaba, se volvía más firme.
Me detuve un momento a mirar la majestuosidad que se alzaba frente a mí. Era oscura, con numerosos ventanales arqueados y resplandecientes. La entrada principal era alta y de doble hoja, enmarcada por grandes colu