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Los emisarios y los Alfas partieron a la mañana siguiente y el castillo no tardó en recuperar su ritmo habitual. Los días se acortaban y enfriaban, el bosque se llenó de manchas rojizas entre el follaje perenne, el viento del norte trajo las primeras lluvias del otoño.

Aquéllas semanas fueron las más felices de mi vida. Resultaba curioso, pero no importaba cuánto crecía mi panza, me sentía fuerte y llena de energía. Más pesada físicamente, pero ligera y animada de espíritu. Mael y yo pasábamos la mayor parte del día juntos, los niños estaban sanos, hermosos y adorables. Mi embarazo transcurría sin el menor inconveniente, y era una fuente constante de descubrimientos y momentos graciosos, porque el pequeño Malec siempre se las ingeniaba para hacerme saber su opinión.

Siempre se movía cuando Mael le hablaba o tocaba la panza, y parecía distenderse si le cantaba una canción de cuna. Los masajes con aceites de Tilda lo revitalizaban, y seguía desde mi seno los movimientos

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