Por algún motivo, me detuve apenas cerré la puerta, absorbiendo la escena y dándome cuenta la emoción que me colmaba, como un cosquilleo tibio en mi pecho. Risa amasaba en la cocina, la cabellera blanca recogida en un rodete y el delantal directamente sobre sus enaguas, los piecitos bien abrigados en sus botas de vellón.
Entonces reconocí la tonada que tarareaba mientras trabajaba: era la canción de cuna que madre nos cantaba para dormirnos. Imaginé que la había aprendido durante el verano, cuidando a los cachorros. Y le sentaba tan bien a su voz, como si hubiera sido creada para que ella la cantara.
Esa parte de la casa olía a masa y tocino. Sin embargo, del otro fogón me llegaba el olor inconfundible a leña de cedro, que perfumaba ese lado de la casa.
Las cortinas oscuras estaban recogidas con moños de un azul brillante, y un bonito tapiz había llegado a adornar la pared del comedor. En la repisa de la chimenea de la sala había un adorno improvisado de piñas y