Mis paseos por el bosque habían quedado olvidados cuando quedé a cargo de Mael, y con un brasero en nuestra habitación, no había advertido que la temperatura había descendido tanto en esas semanas.
Y esa noche no sólo soplaba un viento helado del norte, sino que también llovía aguanieve, gotas blancuzcas enormes y pesadas que golpeaban más que caer.
Por suerte, Olena tenía una variada colección de mantos de piel, y me obsequió uno grueso y abrigado para el viaje. En algún momento de esa noche le pregunté para qué tenía tantos mantos de abrigo, si no corría riesgo de enfermarse y el frío, más que incomodarla, la reanimaba.
En respuesta, Olena abrió su hermoso manto blanco con un guiño, y vi que debajo del abrigo iba en mangas de camisa de verano.
—El manto no me resulta pesado como a ti, muchachita preguntona —respondió de excelente humor—. Y además de protegerme de la lluvia, me permite ir cómoda, sin tener que lidiar con ropas gruesas que limitan el movi