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Al menos Olena había dispuesto que montaran una tienda pensada para Mael y para mí. Gruesa y resistente al agua como las demás, no tenía más corrientes de aire que las inevitables, y el suelo estaba cubierto por una alfombra gorda que nos aislaba de la tierra mojada.

Teníamos ropa limpia para cambiarnos, dos cubetas de agua fresca y buenas mantas en los jergones de paja, con dos braseros entre ellos que se notaba que llevaban una o dos horas encendidos para caldear el ambiente.

Mael poco menos que se desmoronó en su jergón, los ojos cerrados y los labios entreabiertos, las piernas temblando levemente de agotamiento, sin molestarse por quitarse el manto siquiera.

Una rubia llegó casi pisándonos los talones con una abundante comida caliente.

El olor hizo reaccionar a Mael, que se las compuso para erguirse en el jergón lo indispensable para alcanzar la bandeja que acomodé frente a él sobre un taburete.

Me obligué a sentarme a comer con él, aunque no h

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