Me despertaron los golpes en la puerta. Había dormido tanto que ya nos habían traído nuestra cena temprana. Me levanté de un salto y me apresuré a abrir. Una rubia cargaba con la bandeja y otras dos con las cubetas de agua limpia. Mael abrió los ojos apenas se marcharon, y mientras yo me apresuraba a poner agua a calentar para su baño, se levantó todavía soñoliento para ir a sentarse al sillón a comer.
Yo había dejado entornada una de las ventanas de la esquina para ventilar, como solía. Pero era una tarde fría y la temperatura de la habitación lo reflejaba. Hallando mi manta todavía extendida en el asiento, la tomó para echársela encima, porque no vestía más que su nueva camisa de dormir. Y retrocedió asustado cuando Bardo surgió de entre los pliegues, aleteando y graznando.
El cuervo se apresuró a venir a posarse en mi hombro, tan sobresaltado como Mael, que se había paralizado de pie junto al sofá. Por primera vez en cuántos meses sentí unas cosquillas tibias en la