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Las dos rubias llegaron con otras dos para cargar todo lo que traían, además de escobas, cepillos y otros elementos de limpieza.

—Tiendan la cama y dejen lo demás. Ya podrán limpiar por la noche, cuando nosotros estemos con su Majestad —les dije.

Asintieron al borde de una sonrisa de alegría. Mientras trabajaban, puse agua a calentar en el brasero y recogí toda la ropa de Alfonse, que prometieron devolver lavada al día siguiente. Mael no se había movido siquiera.

Con la excusa de ir por la comida, subí al torreón desde la cocina. Allí recogí los saquitos de dagda que escondiera bajo mi jergón, los oculté entre un par de vestidos y tomé también el taburete. Cargando todo eso, una rubia tuvo que regresar conmigo trayendo la bandeja rebosante de comida.

Al fin pude cerrar la puerta y quedarme a solas con Mael. Bien, a solas era una forma de decir. Tenía siempre bien presente el pasadizo, donde cualquiera podía colarse a espiarnos en cualquier momento. Por es

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