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—¡Despierta!

El susurro perentorio de la rubia me arrancó del sueño agitado, plagado de pesadillas, que me torturara todo el día. Me alcé en mi jergón y asentí frotándome la cara. La cabeza de la rubia, que se asomara sólo lo indispensable por la puerta trampa en el suelo de mi madriguera, desapareció.

Afuera ya oscurecía. Había dejado de llover, y tan pronto quedé sola, Bardo regresó a mi ventana. Con su típica inteligencia, había aprendido en sólo dos días que no podían encontrarlo en el torreón, y salía volando apenas alguien tocaba la escalera de mano.

Vino a posarse a mi lado y soltó una bellota en mi falda. La lluvia constante le complicaba la búsqueda de plumas coloridas y flores para regalarme, de modo que se contentaba con lo que pudiera hallar. Le rasqué la cabeza obligándome a sonreír.

—¡Sivja! —llamó Olena desde sus habitaciones.

—¡Voy, majestad!

Me vestí apresurada y bajé a su alcoba, donde la encontré vistiendo altas botas de c

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