Corrí bajo la lluvia en las sombras que comenzaban a retroceder, mordiéndome los labios hasta hacerme sangre en el esfuerzo por contener los gemidos que me ahogaban, los ojos arrasados por lágrimas ardientes de odio y espanto. Caí de rodillas en medio del sendero antes de alcanzar los primeros árboles. Me levanté y seguí corriendo a los tumbos, el vestido pesado de agua y barro, el pecho helado de frío y desesperación.
El batir de grandes alas agitó el aire sobre mi cabeza. No me molesté en alzar la vista. Sabía que era Bardo. Porque lo había enviado con Mael.
Y Mael estaba aquí.
Prisionero como yo en el infierno.
Amanecía más allá de las nubes, poniendo fin a la peor noche de mi vida.
Olena había advertido de inmediato que reconocía a su nueva mascota, y Lazlo había tenido la perspicacia de señalar que teníamos tatuajes idénticos bajo la clavícula.
—Es… Es la marca del clan —atiné a balbucear, incapaz de apartar la vista de ese fantasma dem