Más tranquila, conduje a mi caballo a la orilla y lo dejé abrevar tranquilo. Estaba bañado en sudor, y sus patas temblaban de fatiga. A nuestro alrededor, los pájaros regresaban a trinar en las ramas y algunas ardillas curiosas se asomaban a espiarnos. Una liebre se asomó de su madriguera, oliendo el aire como para saber si corría peligro. Retrocedí tres centenares de metros hacia el sur a pie, con cautela, pero allí también la vida silvestre parecía normal, sin perturbaciones.
Regresé apresurada junto a mi caballo y le quité la montura, para que pudiera tenderse a descansar al menos una hora, y lo froté con un paño húmedo para ayudarlo a refrescarse. El caballo me dejó hacer, olisqueándome el pelo y la cara como agradeciendo los cuidados. Una vez que se echó, trepé al árbol sobre su cabeza, para ocultarme y vigilar hacia el norte.
Sólo entonces se me ocurrió quitarme el brazalete de plata que me pusieran al atraparme. Lo arrojé al río, ansiosa, pero el silencio en mi