Dejé todo entre las raíces de un árbol, lejos de los caballos, y fui hasta la orilla con la botella de cerámica que acompañaba la vianda. Era vino por supuesto. Lo volqué en el río, enjuagué la botella y volví a llenarla de agua.
Al regresar adonde dejara la comida, vi que el pálido aún me vigilaba. Me senté bajo el árbol, casi de espaldas a él, y me dediqué a comer. Unos minutos después lo escuché regresar a la tienda. A pesar de mis nervios, me parecía sentir cómo el alimento restauraba mis fuerzas y terminaba de aclararme la cabeza. Mejor. Era exactamente lo que necesitaba si aspiraba a tener éxito.
Aproveché esos momentos para estudiar desde donde estaba el nudo con que sujetaran a mi caballo. No se veía demasiado seguro. Por suerte, los vampiros no sentían la necesidad de atarlos con nudos firmes, que requirieran más que jalar para deshacerlo.
Me obligué a comer la mitad de la generosa vianda que me dieran, y me tomé un momento más para volver a respirar ho